Altamira y las primeras exploraciones turísticas en las cuevas prehistóricas de Cantabria: balnearios y viajeros del siglo XIX
Altamira and the first tourist explorations of Cantabria’s Prehistoric Caves: spas and travellers in the 19th century
Isabel Moro Palacios
CIESE Fundación Comillas
Avda. de la Universidad Pontificia, s/n, 39520 – Comillas (Cantabria)
ORCID: https://orcid.org/0009-0007-3393-5370
Fecha de envío: 5/7/2025. Aceptado: 22/10/2025
Referencia: Santander. Estudios de Patrimonio, 8 (2025), pp. 343-372.
DOI: https://doi.org/10.22429/Euc2025.sep.08.09
ISSN-L e ISSN 2605-4450 (ed. impresa) / ISSN 2605-5317 (digital)
Resumen: Este artículo, centrándose en el caso de Altamira, estudia el interés por las cuevas con arte rupestre en Cantabria antes de su reconocimiento científico en 1902. A través de fuentes literarias, prensa y relatos de viajeros, se analiza el modo en que dichos espacios fueron visitados desde mediados del siglo XIX, especialmente por veraneantes e intelectuales vinculados al turismo termal. Estas prácticas, previas a la patrimonialización oficial, revelan formas tempranas de ocio cultural y percepción estética del paisaje subterráneo. El estudio propone una revisión del origen del turismo de cuevas como fenómeno social y cultural anterior a su institucionalización.
Palabras clave: arte rupestre; Altamira; turismo termal; patrimonio territorial; visitas turísticas.
Abstract: This article, focusing on the case of Altamira, examines the interest in caves with rock art in Cantabria prior to their scientific recognition in 1902. Drawing on literary sources, press articles, and travelers’ accounts, it analyzes how these spaces were visited from the mid-19th century, particularly by summer visitors and intellectuals linked to thermal tourism. These practices, preceding official processes of heritage recognition, reveal early forms of cultural leisure and aesthetic appreciation of the subterranean landscape. The study offers a reassessment of the origins of cave tourism as a social and cultural phenomenon prior to its institutionalization.
Keywords: rock art; Altamira; spa tourism; territorial heritage; tourist visits.
*****
El descubrimiento de las pinturas rupestres de la cueva de Altamira en 1879 por Marcelino Sanz de Sautuola marcó un hito en la historia del arte prehistórico, aunque su verdadera relevancia no fue aceptada por la comunidad científica hasta 1902, cuando Émile Cartailhac reconoció públicamente la autenticidad del arte parietal paleolítico en su célebre artículo “La grotte d’Altamira. Mea culpa d’un sceptique”1. El principal problema para reconocer la autenticidad de las pinturas de Altamira era la ausencia de ejemplos previos conocidos y, ante todo, el pensamiento predominante de la época2 entre prehistoriadores, científicos y eruditos, quienes no podían admitir que el ser humano primitivo fuera capaz de crear obras artísticas de gran belleza y perfección técnica3. Las pinturas de Altamira no obtuvieron reconocimiento científico hasta la identificación de arte parietal en cavidades francesas como Font de Gaume y Les Combarelles4, cuyo valor comparativo permitió legitimar el hallazgo cántabro y propició su aceptación por parte de la comunidad científica5. Este acto de retractación supuso, no solo la consagración internacional de Altamira, sino también el punto de partida para el reconocimiento científico de otras cavidades decoradas en la cornisa cantábrica, como las cuevas de El Castillo o Covalanas, cuya autenticidad fue validada en la publicación de 19066.
Pero el interés por visitar las cuevas prehistóricas no coincidió, necesariamente, con su reconocimiento científico. Antes de que se consolidara la autenticidad del arte rupestre, ya se documentaban visitas y excursiones a cavidades con presencia de arte parietal. Estas prácticas reflejan una valoración previa centrada en los valores geológicos, paisajísticos y en la posibilidad de contemplar pinturas que se intuían de origen antiguo, aunque no estuvieran aún validadas por la ciencia. Esta desincronización entre descubrimiento, legitimación arqueológica e interés social permite comprender mejor cómo medios como la literatura, la prensa o el incipiente turismo ilustrado desempeñaron un papel clave en la difusión de estas experiencias. La percepción cultural de las cuevas, alimentada por discursos estéticos y recreativos, precedió al discurso académico, contribuyendo a su integración progresiva en los imaginarios del ocio ilustrado y en los primeros itinerarios turísticos de finales del siglo XIX.
En este sentido, es posible establecer una periodización que ayuda a contextualizar la evolución de las primeras visitas a cuevas en Cantabria y su relación con el arte rupestre. Un primer periodo se sitúa en torno a 1880, fecha de la publicación de Sanz de Sautuola7, momento en el que algunas cavidades eran visitadas en el marco de otras prácticas de ocio propias de la segunda mitad del siglo XIX, como el turismo termal. La cornisa cantábrica ya era, por aquel entonces, un destino estacional apreciado por la aristocracia y la alta burguesía, tanto por sus balnearios como por las visitas regias que generaban una creciente visibilidad del territorio, proceso estudiado ampliamente en las últimas décadas8. Estas motivaciones paisajísticas, científicas o simplemente recreativas propiciaban incursiones a cavidades aún no reconocidas como sitios arqueológicos, pero ya valoradas por su singularidad geológica o por el imaginario de lo subterráneo.
A partir de la década de 1880, tras las primeras publicaciones sobre Altamira, hasta el reconocimiento de Cartailhac en 1902, se inicia un segundo periodo caracterizado por un aumento del interés hacia las cuevas con presencia de arte rupestre, tanto por parte de los viajeros pertenecientes a la élite social y cultural, así como por otros viajeros, a pesar de la ausencia de reconocimiento oficial. La curiosidad por lo prehistórico y la fascinación por los orígenes del arte humano se fusionan con características propias de un incipiente turismo cultural, dando lugar a nuevas formas de valorización que anteceden a los modelos institucionales de protección y musealización que se consolidarían ya bien entrado el siglo XX.
Este marco de análisis permite, por tanto, comprender la evolución del interés por las cuevas con arte rupestre desde una nueva perspectiva, que tiene en cuenta no solo los hitos científicos, sino también las prácticas culturales, los discursos estéticos y las dinámicas sociales que contribuyeron a transformar estos espacios en símbolos y destinos turísticos singulares.
Por estos motivos, el presente artículo se centra en analizar el interés que despertaron las cuevas con valor prehistórico antes de su reconocimiento científico oficial. Estas cavidades comenzaron a integrarse en los primeros recorridos turísticos de finales del siglo XIX, muchas veces como actividades complementarias al turismo de salud. Un fenómeno este que, al estar estrechamente vinculado a los balnearios y a la movilidad estacional de las élites, constituye una fase clave en la historia del turismo de cuevas en regiones como Cantabria.
2. Cantabria como destino de ocio ilustrado: balnearios, élites sociales y primeras exploraciones subterráneas
A lo largo del siglo XIX, Cantabria se consolidó como un destino predilecto para las élites sociales y la realeza, atraídas por los beneficios terapéuticos de sus aguas termales y por el creciente prestigio de sus enclaves naturales y de villas estivales. En este contexto, surgió un turismo estacional protagonizado por la alta burguesía, cuya movilidad se articulaba en torno a los balnearios, favoreciendo también la exploración del entorno inmediato. Las cuevas, a menudo próximas a estos lugares, comenzaron a formar parte de los itinerarios de ocio, aunque todavía se desconociera su valor arqueológico y artístico. Estas visitas se integraban en una oferta turística más amplia que combinaba salud y otras actividades en línea con los gustos de una sociedad ilustrada9.
En efecto, a partir de mediados de siglo, la actividad termal y los baños de ola ganaron popularidad en España, especialmente en las costas cantábrica y atlántica10 adoptando una tendencia que ya se había establecido en Gran Bretaña11. La región cantábrica se convirtió en un destino preferente para el turismo de las élites mucho antes del auge del turismo masivo12 . Dicho fenómeno estuvo influenciado, entre otros motivos, por las visitas regias como las iniciales de Isabel II a San Sebastián y Santander, y también, posteriormente, por las prolongadas estancias estivales de la familia real durante el reinado de Alfonso XIII13.
El veraneo termal desarrollado en torno a los establecimientos balnearios de interior permitió, a su vez, el desarrollo de otras actividades de ocio localizadas en estos entornos rurales14, lo que asimismo contribuía a fomentar las relaciones interpersonales, realizar transacciones comerciales y establecer vínculos entre los grupos minoritarios que realizaban estas prácticas. Si, además, asociamos estos hechos a que la presencia de la familia real, durante las primeras décadas del siglo XX, atraía a la región a las élites sociales, se puede apreciar cómo pudo desarrollarse un gran interés económico, social y cultural por la región a escala española e incluso internacional.
Estas prácticas se desarrollaron especialmente en la provincia, donde ya existían entornos turísticos atractivos, cuales eran el balneario de Puente Viesgo u otros como los balnearios de Solares, Las Caldas del Besaya, Liérganes, Ontaneda y Alceda o La Hermida, así como en localidades costeras o de interior atractivas para su visita como Comillas, Suances o Santillana del Mar15, de manera que se fueron promoviendo las visitas a todas estas zonas. Estos entornos se convirtieron, así pues, en destinos de interés para visitantes aún minoritarios que buscaban formas de ocio socialmente reconocidas, como elemento de distinción y prestigio social, lo que contribuyó al crecimiento del turismo de élite en la región y ello abrió la posibilidad de las primeras visitas a cuevas.
La incorporación de las cavidades al repertorio de actividades recreativas no respondía, en sus orígenes, al reconocimiento del arte parietal, sino a su valor como espacios misteriosos y apropiados para la contemplación o la aventura. Así, antes de que se oficializara el descubrimiento de Altamira o se identificaran otras cuevas decoradas, ya existía una práctica incipiente de visitas, vinculada a la experiencia turística de las élites y reforzada por discursos literarios y científicos que exaltaban el carácter pintoresco y natural del paisaje cántabro. Este fenómeno evidencia cómo la valorización cultural de las cuevas precede a su institucionalización patrimonial, siendo parte de un proceso más amplio de apropiación simbólica y disfrute selectivo del territorio por parte de las clases acomodadas.
El caso de Cantabria, aunque especialmente significativo por el posterior reconocimiento internacional de Altamira, no constituye una excepción en el panorama europeo. Desde finales del siglo XVIII y durante el siglo XIX, se documentan en distintos países prácticas similares en las que las cuevas comenzaron a formar parte de los circuitos turísticos vinculados al termalismo, al excursionismo ilustrado y al incipiente interés por lo natural y lo pintoresco. Ejemplos como la cueva de Niaux (en Francia) o la de Ardales (en Andalucía) demuestran que la visita a cavidades subterráneas fue una actividad complementaria habitual en los contextos de turismo de salud o de ocio estacional, en los que las élites buscaban experiencias recreativas que combinaran placer, curiosidad y prestigio cultural. Aunque resulta difícil asegurar con exactitud la vinculación entre el turismo termal y el interés de los bañistas por visitar cuevas cercanas, parece existir una relación directa entre las actividades de recreo ofrecidas por los espacios termales para entretener a sus huéspedes durante el tiempo que duraba su estancia y la visita a cuevas como posible actividad complementaria de exploración, recreo y ocio.
Con el avance de las investigaciones científicas y la validación del arte rupestre a partir de 1902, la percepción de estas cavidades se transformó: de espacios de asombro natural pasaron a ser símbolos del origen del ser humano y, finalmente, destinos turísticos de relevancia internacional. Esta evolución permite comprender el paso de un turismo experiencial e ilustrado a uno patrimonializado e institucionalizado, convirtiéndose en atracciones turísticas en sí mismas.
3. Visitas a cuevas prehistóricas en Francia y España durante el siglo XIX antes de su reconocimiento científico
Este primer interés por las cuevas lo podemos conocer a través de los relatos de viajeros y cronistas locales. Estos testimonios literarios16 nos permiten comprender cómo eran estas primeras incursiones documentadas en las cuevas, lo que a su vez nos ayuda a entender una actividad turística existente ya en estos primeros tiempos, aunque realizada de manera informal17.
En el año 1575, el escritor François de Belleforest18 describe las cuevas y las pinturas de Rouffignac, en el actual departamento francés de Dordoña, y la cueva de Gargas, en el departamento de Hautes-Pyrénées, en la obra Cosmographie universelle de tout le monde (Cosmografía Universal del mundo entero). En aquel momento, las pinturas prehistóricas se describieron como representaciones gráficas vinculadas a los celtas y sociedades antiguas.
Más recientemente, con el fin de investigar algunas de las primeras visitas a cuevas, se han llevado a cabo análisis de las inscripciones realizadas por visitantes en algunas de ellas19. Por ejemplo, durante los siglos XVI al XVIII, la cueva de Niaux, situada en el departamento de Ariège, en la zona de Pirineos franceses, fue visitada regularmente, como lo demuestran las muchas inscripciones y grafitis encontrados en la cueva. Según los trabajos realizados, actualmente hay contabilizadas unas 1.200 inscripciones20. La mayoría de estas inscripciones están fechadas, la más antigua lleva la fecha de 1561 y una de las más recientes es de 1789. Este notable conjunto de inscripciones halladas en la cueva de Niaux, no solo evidencia una temprana frecuentación de estos espacios subterráneos, sino que también permite reflexionar sobre el perfil social de quienes accedían a ellos (Fig. 1). Muchas de estas firmas parecen corresponder a miembros de las élites y pertenecientes a círculos ilustrados. La práctica de dejar constancia escrita del paso por la cueva puede interpretarse, por tanto, como una forma de apropiación simbólica del espacio, en la que el acto de inscribirse no solo afirmaba la presencia, sino también el estatus y la pertenencia a una cultura letrada.
Durante el siglo XVIII, la cueva de Niaux comienza a tener una gestión de visitas de manera regular y lucrativa. Así, la cueva se alquilaba a un particular que debía residir en la localidad de Niaux y este, a su vez, era el encargado de contratar a los guías que acompañaban a los visitantes. Por lo general, estos visitantes eran bañistas procedentes del balneario termal de Ussat. Las visitas, claramente planteadas como un complemento de actividades de ocio, se establecieron bajo una normativa y regulación restrictiva para visitantes y guías, como la prohibición de tocar y llevarse formaciones geológicas o la necesidad de la limpieza en la ropa con la que se entraba a la cueva. Sin embargo, todavía en esta primera época de visitas, los organizadores de estas no eran capaces de describir con exactitud ni la antigüedad ni el origen de esas pinturas paleolíticas.
En el caso español, se dispone de varios ejemplos históricos de actividades de ocio realizadas en cuevas vinculadas, por su proximidad en cuanto a la localización, al turismo termal. Comencemos con el caso la cueva de Ardales, en la provincia de Málaga. Aunque se sabe que desde 1823 se podía realizar alguna visita de manera informal a la cueva, su relevancia aumentó cuando fue adquirida en 1852 por Trinidad Grund21. En ese momento, la propietaria del terreno inició trabajos para adaptar la cueva al turismo, instalando escaleras y lámparas de aceite. Los visitantes mayoritarios de esta cueva eran los alojados en el balneario termal que la misma propietaria tenía cerca de la cueva, en el municipio de Carratraca. Aunque la actividad turística en la cueva cesó en 1896, a principios del siglo XX se descubrió un importante yacimiento paleolítico con arte parietal. La cueva fue reabierta al público por el Ayuntamiento de Ardales en 1985 y actualmente continúa visitándose.
Situándonos ahora en el caso de Cantabria, la localidad de Puente Viesgo ofrece un ejemplo significativo de visitas tempranas a cuevas, ya documentadas en el siglo XIX. Estas visitas estaban protagonizadas por los bañistas que acudían al establecimiento balneario de la zona22, en un contexto en el que la región se consolidaba como un destino atractivo por sus aguas termales. Con la proliferación de balnearios modernos, cada vez más orientados al ocio, sus promotores comenzaron a organizar actividades complementarias para entretener a sus huéspedes, entre ellas excursiones a lugares cercanos. Este tipo de propuestas fomentó el interés por enclaves naturales poco transitados, como las cuevas del entorno, que empezaron así a integrarse en los primeros circuitos turísticos vinculados al turismo de salud. La presencia de una clientela con tiempo libre y recursos favoreció, en definitiva, las primeras experiencias turísticas en cavidades próximas a los complejos termales. En esta coyuntura concreta, algunos indicios señalan que, ya desde fechas tempranas en dicho municipio, se podía visitar cuevas del entorno, como actividad complementaria a los baños termales23 .
Por lo indicado en las memorias del médico y director del establecimiento balneario de Puente Viesgo, Juan Mata Herrero24 , en el año 1848 cavidades situadas en Monte Castillo empezaban a ser conocidas y frecuentadas por los habitantes locales y por los usuarios del balneario. Reproducimos, a continuación, dicha cita del médico y director del balneario:
“El Cerro llamado del Castillo es de figura piramidal, que se eleva verticalmente sobre el nivel del pueblo de Viesgo [...] A la mediana de tan elevada y enorme montaña, toda de piedra, frente al camino Real, hay una formidable cueva, cuya descripción parecerá novelesca y fabulosa, pero es cierto, y positivo; y cuyo fin nadie ha osado ver. Preparado con faroles y buenos bastones [...] se penetra por una estrecha entrada y al momento sorprende la vista de un gran salón ovalado de cincuenta pies de longitud y latitud, y de setenta á ochenta de altura, formando media naranja en donde se ven piedras cristalizadas de hermosas figuras. En seguida de este y sobre su derecha, hay otra entrada de bastante amplitud y altura seguida de un descenso precipitado pero escalonado de rocas a cuyo remate se halla otro salón de figura de un corredor que tiene 400 pies de largo, en cuyos costados se ven pendientes enormes trozos de piedra que infunden pavor, figurando columnas filigranadas por la naturaleza con la destilación del agua gota á gotas y algunas tienen cincuenta pies de altura. Como á ciento cincuenta pasos sorprende admirablemente una especie de galería con tres o cuatro arcos de magníficos relieves y peregrinas labores que no podría igualar el mejor de los artífices humanos: su techo es abovedado. Pasase después a un bonito gabinete, de diez a doce pies de longitud y latitud por otros tantos de altura, siendo su suelo techo y costados de un color hermoso, dorado claro. Luego la diversidad de senos é indecisa dirección de los mismos junto con la perplejidad de los guías no permiten pasar adelante y se regresa no sin un tanto de pavor”25.
Si, como parece, la cueva mencionada por Mata Herrero en su memoria de 1848 corresponde a la cueva de El Castillo, su testimonio adquiere un notable valor, ya que el descubrimiento oficial de su arte rupestre y del yacimiento arqueológico no se produjo hasta 1903, de la mano de Hermilio Alcalde del Río. El hecho de que esta cavidad, en Puente Viesgo, pudiera haber sido visitada por bañistas y curiosos más de medio siglo antes de su reconocimiento científico constituye un dato de gran interés para comprender los procesos tempranos de valorización social del patrimonio subterráneo en Cantabria.
La memoria del médico Juan de Mata Herrero no solo documenta la existencia de un itinerario turístico hacia la cueva, sino que ofrece una detallada descripción de su interior, del asombro de los visitantes y del papel desempeñado por los guías locales. Este testimonio sitúa la experiencia de visita en un contexto cultural previo a la institucionalización científica del arte rupestre, evidenciando que explorar la cavidad era una actividad habitual entre los agüistas. La visita incluía acompañamiento especializado y elementos de apoyo, como faroles para la iluminación, además de instrucciones prácticas para facilitar el recorrido.
Estas experiencias no deben entenderse como simples anécdotas locales, sino como síntomas de una transformación más amplia: el tránsito de la cueva como objeto de curiosidad a su progresiva patrimonialización, mediada por nuevas formas de consumo cultural. El turismo termal actuó, en este sentido, como agente dinamizador: ofrecía un contexto favorable para la movilidad, la contemplación, el relato y la inscripción simbólica del paisaje subterráneo. Es precisamente en estos márgenes, entre la ciencia incipiente y el ocio burgués, donde se fraguan muchas de las tensiones que acompañarán el desarrollo del turismo de cuevas a lo largo del siglo XX: la dialéctica entre acceso y conservación, entre uso y conocimiento, entre espectáculo y saber.
La importancia de estas visitas no radica únicamente en su carácter pionero, sino en el modo en que revelan una sensibilidad estética y una disposición exploratoria que prefiguran muchas de las lógicas posteriores de valorización patrimonial. Lejos de tratarse de una práctica marginal, la exploración de la cueva formaba parte del repertorio de actividades complementarias ofrecidas por el balneario, lo que pone de manifiesto la estrecha vinculación entre el turismo de salud, el ocio ilustrado y el descubrimiento de espacios singulares del paisaje cantábrico. La cueva era percibida como un enclave natural que provocaba admiración, asombro e incluso temor, como sugieren las descripciones.
Este tipo de relatos contribuye a desestabilizar las narrativas lineales que hacen depender la valorización de las cuevas exclusivamente de su reconocimiento científico. En realidad, antes de su institucionalización, muchos de estos espacios ya eran objeto de interés, visitados y comentados por sectores ilustrados de la sociedad, como médicos, viajeros ilustres o escritores.
Además, el hecho de que estas visitas fueran guiadas y promovidas desde un establecimiento termal indica la existencia de una incipiente organización y estructura turística que articulaba accesibilidad, relato y experiencia sensorial. Este modelo, aunque rudimentario, prefigura los dispositivos de mediación cultural que décadas después formarían parte de los circuitos institucionalizados de visita a las cuevas prehistóricas.
Por todo ello, recuperar y valorar estos testimonios tempranos permite enriquecer la historia del turismo de cuevas en Cantabria, otorgando centralidad a los actores, prácticas y discursos que desde el ámbito local y termal contribuyeron, sin saberlo, a sentar las bases de lo que hoy entendemos como patrimonio arqueológico visitable. La cavidad situada en Puente Viesgo y visitada por agüistas en 1848, no era aún “un sitio arqueológico”, pero ya era un espacio vivido, narrado y apreciado, inscrito en el imaginario colectivo como lugar de misterio y belleza. Ese es, quizás, el germen más profundo del turismo patrimonial: la capacidad de mirar con asombro antes incluso de lograr interpretar los valores arqueológicos y artísticos.
Otro interesante ejemplo, también en Cantabria, lo encontramos en la localidad de Hoznayo, en el municipio de Medio Cudeyo (Cantabria), donde asociado al balneario de la Fuente del Francés se desarrollaron actividades termales desde el siglo XIX26 y donde podemos situar nuevamente una vinculación entre el uso de las aguas termales y la realización de visitas al espacio de la cueva cercana, denominada Gruta del Diablo.
En este caso, no se conservan testimonios escritos que documenten visitas a la cueva vinculadas directamente al turismo termal. No obstante, ciertos elementos presentes en la cavidad permiten interpretar su adaptación para la recepción de visitantes, presumiblemente procedentes del entorno balneario. La existencia de estructuras artificiales, como un banco de piedra situado junto al río, sugiere una intervención intencionada con fines funcionales para los visitantes. Asimismo, el interior de la cueva muestra signos de modificaciones antrópicas, indicio de una voluntad de facilitar su tránsito o de acondicionarla como espacio de interés. Todo ello hace pensar que estas adaptaciones se produjeron en el mismo lapso de tiempo y que, en suma, el lugar era utilizado y visitado por los bañistas27 (Figs. 2, 3 y 4).
Al mismo tiempo, es posible encontrar diversas referencias a visitas de cuevas en Cantabria a finales del siglo XIX. Sirvan como ejemplo los relatos publicados en Cuarenta leguas por Cantabria de Benito Pérez Galdós (1876) aparecidos por primera vez en la Revista de España, números 210 a 21228 . El escritor, veraneante asiduo en Santander desde 1871, hace referencia en su relato a excursiones por cuevas del municipio de Comillas, posiblemente refiriéndose a la cueva de La Meaza29 en la localidad de Ruiseñada: “Para que nada falte, también hay expediciones a cercanas grutas; que si no hay olla sin tocino, tampoco hay hidroterapia sin estalactitas, ni mal de nervios que se prive de la fácil medicina de los paisajes”30
Galdós presenta las excursiones a grutas como una parte esencial del repertorio terapéutico y recreativo que conformaba la experiencia veraniega de las élites. La hidroterapia no se limita a la aplicación estricta del agua con fines curativos, sino que se enmarca en una lógica más amplia de “cura integral” que incluía también el contacto con la naturaleza, el paseo, la contemplación del paisaje y, como indica el autor, la visita a cavidades subterráneas con formaciones geológicas sorprendentes, como las estalactitas.
Al introducir la frase “ni mal de nervios que se prive de la fácil medicina de los paisajes”, Galdós está apelando a un imaginario médico y cultural que vinculaba la salud con el entorno natural. La mención a las “grutas cercanas” sugiere una práctica habitual, una especie de ritual veraniego entre quienes buscaban alivio a los padecimientos físicos o emocionales, como el llamado “mal de nervios”, mediante el retiro temporal a zonas rurales y montañosas. En este sentido, el relato contribuye a perfilar una geografía del ocio ilustrado en la que las cuevas, incluso sin un reconocimiento arqueológico explícito, ya eran valoradas como espacios de maravilla natural, ligados a la salud, al descubrimiento y al descanso.
Desde el punto de vista literario, las palabras de Galdós otorgan mayor riqueza a nuestro planteamiento al poner en evidencia cómo las prácticas de bienestar se mezclaban con formas de consumo simbólico de la naturaleza. Así, las estalactitas se convierten en un icono pintoresco de esa experiencia terapéutica, que articulaba salud, modernidad y espectáculo natural.
El valor de este testimonio radica, por tanto, en que evidencia cómo las cuevas de Cantabria formaban parte de circuitos de ocio y exploración anteriores a su reconocimiento como sitios patrimoniales. El hecho de que Galdós las mencione en este contexto, inscribiéndolas dentro de una experiencia burguesa de descanso y terapia, muestra que el interés por lo subterráneo no surgió con la ciencia, sino que ya circulaba en los imaginarios turísticos y literarios de la época.
El caso de la cueva de Santián, también llamada “Santiyán”, situada en Puente Arce (municipio de Piélagos), ofrece una valiosa oportunidad para reflexionar sobre los vínculos entre la apropiación simbólica de los espacios naturales y el uso turístico de las cuevas por parte de las élites sociales en la segunda mitad del siglo XIX. Descubierta en 1880 por Manuel Santiyán31, la cueva no solo adoptó el apellido de su descubridor, sino que fue objeto de un temprano proceso de acondicionamiento para su visita, lo cual implica una intención clara de integrar este espacio subterráneo en una red de sociabilidad y recreo dirigida a un público específico.
Lo más significativo en este caso es que la cueva fue conocida popularmente como “Los Señores”, denominación que trasciende el carácter meramente descriptivo para instalarse en una lógica de distinción social. El nombre funciona como un marcador simbólico que refuerza la exclusividad del acceso, aludiendo a un tipo de visitante concreto: caballeros o familias burguesas con capacidad económica, tiempo de ocio y sensibilidad ilustrada hacia lo pintoresco o lo natural. En este sentido, la práctica de visitar cuevas no se democratiza, sino que permanece circunscrita a una élite cultural que convierte el paisaje subterráneo en una prolongación de sus circuitos de prestigio y sociabilidad.
Desde esta perspectiva, la cueva de Santián se inscribe en el ocio burgués que ya había empezado a configurarse en otras partes del norte peninsular, especialmente en torno a los balnearios y enclaves naturales frecuentados por las clases acomodadas. El interés por las cuevas responde también a una dimensión simbólica de apropiación del territorio: visitar una cueva, dejar constancia de ello, e incluso participar en su acondicionamiento, se convertía en un acto de capital cultural y social.
E insistimos en el hecho de que, en este marco, la designación “Los Señores” no solo indicaba quiénes podían acceder a la cueva, sino que también delimitaba quién quedaba excluido de dicha experiencia. El disfrute del patrimonio natural, en este estadio temprano del turismo de cuevas, operaba como un filtro de clase. Esto no es anecdótico: nos permite entender cómo las primeras fases del turismo en espacios naturales se estructuraron sobre jerarquías sociales que organizaban el acceso al conocimiento, al ocio y a la experiencia estética.
Por tanto, el caso de Santián evidencia que el turismo de cuevas en Cantabria no fue un fenómeno espontáneo ni exclusivamente científico, sino una práctica codificada por normas sociales implícitas, en las que las élites ocuparon un lugar central como agentes de apropiación simbólica y material del paisaje subterráneo. Esta dimensión elitista se manifestaba tanto en la denominación (“Los Señores”) como en la forma de visita de carácter exclusivo, contribuyendo así a construir un imaginario de la cueva como espacio de distinción y refinamiento cultural.
4. Altamira y los viajeros del XIX
El descubrimiento oficial, en 1879, de las pinturas de la cueva de Altamira resultó ser un fenómeno que despertó también el interés de algunos visitantes distinguidos, además de investigadores y científicos. Desde este momento se conocen testimonios documentados de la visita a las cuevas de intelectuales, escritores, filósofos, artistas, incluyendo la llegada de eruditos en busca de objetos arqueológicos32 Este interés de la élite cultural y social por las cuevas quedó reflejado en la prensa y en las obras literarias de la época, lo cual posiblemente impulsó el desarrollo de visitas turísticas en torno a la cueva de Altamira.
Poco después de dar a conocer su descubrimiento, Sautuola buscó un pintor capaz de reproducir la cúpula de la cueva de forma completa y precisa33. Finalmente, el pintor francés afincado en Santander Paul Ratier fue el encargado de realizar la primera reproducción pictórica del techo de Altamira34 (Fig. 5).
Aparentemente, durante la década de los 80 del siglo XIX, se organizaron varias visitas desde lugares cercanos a Santillana del Mar35, lo que evidencia el rápido y gran interés que la cueva de Altamira despertó entre la sociedad de la época, incluyendo a los veraneantes en la provincia.
Ello demuestra que el interés por visitar y conocer las pinturas de Altamira, a pesar de no contar con el apoyo científico, posiblemente estuviera motivado por la curiosidad de estos primeros turistas y el deseo de encontrar actividades novedosas que llenaran sus jornadas de ocio veraniego. El siguiente texto, publicado en el diario monárquico y conservador La Época (Madrid) hace referencia a la visita que realizó la infanta Isabel de Borbón, hija de Isabel II, a Santillana del Mar y a la cueva de Altamira, el 11 de septiembre de 1881. En el texto podemos apreciar la referencia al reciente descubrimiento y al constante incremento de las visitas:
“Los marqueses de Casa-Mena esperaban á la infanta doña Isabel á la entrada del pueblo, y la acompañaron á la colegiata, que visitó S.A. con gran detenimiento, apreciando, con esa elevada inteligencia que todos admiran, las bellezas artísticas que encierra este templo. [...]
Después de un delicado refresco que los marqueses ofrecieron á la infanta, marchó ésta a visitar la renombrada cueva de Altamira, que era uno de los principales objetos de la expedición. Mucho me alegro de haber tenido ocasión de ver esta verdadera maravilla y comprobar por mí mismo las curiosas noticias que oí al infatigable Vilanova en sus conferencias club Ateneo.
Media hora duró la ascensión á la cueva, disfrutándose en todo el trayecto de ese hermoso paisaje de la provincia de Santander. [...] Hasta hace ocho ó diez años, que á consecuencia de un desprendimiento se ensancho la entrada, la existencia de la cueva era desconocida; hoy ya rara es la persona que viaja por esta parte de la costa que deje de ir á visitarla”36.
La visita de la infanta Isabel de Borbón no sólo refleja la apropiación de estos espacios por parte de la aristocracia y la élite ilustrada, sino que pone de manifiesto cómo Altamira comenzaba a insertarse en un circuito de visitas regias y de alta sociedad que contribuía a legitimar su atractivo. La alusión al paisaje, al esfuerzo físico de la ascensión y al goce estético refuerzan una visión romántica del lugar, mientras que la mención al conferenciante científico Vilanova sugiere un incipiente vínculo entre el saber ilustrado y la divulgación pública. Por último, la referencia al aumento de visitantes en la última década indica que Altamira ya había comenzado a construirse como destino turístico antes incluso de que la arqueología la consagrara como patrimonio.
El mismo año, el rey Alfonso XII visita la cueva de Altamira en 1881, en el marco de su recorrido estival por diferentes enclaves de la entonces provincia de Santander, constituye un testimonio clave para comprender cómo la cueva ya formaba parte del imaginario cultural y turístico de las élites. Este tipo de visitas oficiales no solo consolidaban el prestigio de ciertos territorios como destinos privilegiados de ocio, sino que también proyectaban sobre espacios aún no patrimonializados una mirada de curiosidad, descubrimiento y simbolismo. En este sentido, el relato publicado en La Época ofrece una perspectiva especialmente reveladora: mezcla la fascinación por el paisaje con una valoración aún incipiente de las pinturas, descritas como “infantiles”, lo que refleja tanto la dificultad de interpretar su verdadero origen como la influencia de los cánones artísticos decimonónicos en la percepción de estas representaciones. Al mismo tiempo, la mención a signos semejantes a caracteres góticos anticipa una lectura estética del arte rupestre más próxima a lo decorativo que a lo arqueológico, situándonos en una fase liminar entre la experiencia sensorial del viajero y la mirada analítica del científico. La presencia del monarca, además, reforzaba el valor simbólico de Altamira, proyectándola ante la opinión pública como un lugar de interés digno de ser conocido, aunque su significado aún estuviese por descifrar:
“Al día siguiente y antes de partir para Comillas las augustas personas, recorrieron te población, bajando además á visitar la renombrada cueva de Altamira.
Media hora duró la ascensión á la cueva, en cuyo trayecto disfrutóse sin cesar del mas hermoso paisaje. La bajada á te boca de te misma es un tanto peligrosa.
Lo notable de esta galería, y que hace de ella el más curioso ejemplar de la manifestación artística de la edad de Piedra, son las pinturas de te bóveda hechas con ocre negro y rojo. Todas estas pinturas están dibujadas con un estilo verdaderamente infantil, de la misma manera que podría interpretar el natural un niño de cinco años.
En todas estas galerías se encuentran dibujos parecidos á los de la primera, viéndose en la segunda una greca que desde lejos parece formada por caracteres góticos.
S. M. el Rey recorrió con gran detenimiento la cueva, regresando después á Comillas”37.
Desde el punto de visita de la figura del descubridor, y con intenciones de conservación, cabe destacar que un año antes, tanto Marcelino Sanz de Sautuola con el apoyo del Ayuntamiento de Santillana mostraron pronto su preocupación por la conservación de la cueva, ante la creciente afluencia de visitas. En este sentido, ya a comienzos de la década de los ochenta del siglo XIX, se instaló una verja de cierre en la entrada de la cueva, para evitar que los curiosos causaran daños en su interior38.
Más en concreto, en 1880, Eugenio Lemus y Olmos39 llevó a cabo la representación de la mencionada entrada (Figs. 6 y 7). Asimismo, sus declaraciones quedaron registradas en las actas de la Sociedad Española de Historia Natural, destacándose, además de un minucioso análisis artístico y técnico de las pinturas de la bóveda de la cueva, su preocupación por la conservación del patrimonio artístico:
“En efecto, este verano promoví la expedición, y un día de madrugada nos dirigimos desde Torrelavega a Santillana las ocho personas que la componíamos. Visitamos la Colegiata, monumento precioso de estilo románico que atesora Santillana. Después de admirar aquella maravilla del arte del siglo XII nos dirigimos al cerro donde se halla situada la cueva de Altamira. Cierra la gruta una verja que el Ayuntamiento de Santillana ha costeado para defender de malas intenciones las muestras de arte que suponen dejó allí el hombre de las cavernas. Al llegar a la cueva lleno de impresiones por las antigüedades que había admirado en la Colegiata, y dispuesto a recibirlas mayores con las que había de ver en la gruta de tan remotos tiempos, me parecía que tardaba en abrir la verja el guía que nos acompañaba. Quedó franca la entrada, y encendiendo la bujía que cada uno llevaba, penetramos en aquella mansión prehistórica”40.
La cita y la documentación gráfica analizadas permiten subrayar un hecho de enorme relevancia en la historia de la cueva de Altamira: el interés por su conservación antecede al reconocimiento científico de su arte rupestre. Esta constatación resulta clave para desmontar la cronología lineal que ha dominado tradicionalmente los relatos sobre la patrimonialización de las cuevas prehistóricas, según la cual la protección y valorización surgirían de forma casi automática tras su validación académica. El caso de Altamira demuestra, en cambio, que existió un proceso mucho más complejo, en el que la percepción estética, el prestigio cultural y el incipiente sentido de “responsabilidad patrimonial” jugaron un papel decisivo.
La instalación de una verja en la entrada de la cueva a comienzos de la década de 1880, como documenta el grabado de Eugenio Lemus y Olmos, revela que tanto Marcelino Sanz de Sautuola como el propio Ayuntamiento de Santillana eran conscientes de los riesgos que implicaba la creciente afluencia de visitantes. Esta acción no puede entenderse únicamente como una medida física de cierre, sino como el primer gesto institucional de protección ante una amenaza derivada, paradójicamente, del mismo interés que despertaba la cueva. La verja, por tanto, marca el tránsito entre la cueva como espacio natural y su condición de “bien a custodiar”, incluso antes de su consagración científica.
El testimonio de Lemus, recogido en las actas de la Sociedad Española de Historia Natural, amplía esta lectura. Su narración se inscribe en la retórica del viaje ilustrado y espiritual, cargado de emociones ante la monumentalidad de la Colegiata románica y la expectativa de adentrarse en la “mansión prehistórica”. Sin embargo, lo que más llama la atención es su natural referencia a la existencia de la verja y la intervención del Ayuntamiento, a la que atribuye el propósito de “defender de malas intenciones” las huellas del arte paleolítico. Esta afirmación, aparentemente marginal, constituye una evidencia precoz de la toma de conciencia sobre la vulnerabilidad del patrimonio arqueológico y de la necesidad de preservarlo frente a la curiosidad descontrolada o el vandalismo.
En este sentido, es importante considerar cómo se articula en estos relatos una doble escala de valores patrimoniales: por un lado, el valor artístico y monumental de la Colegiata, legitimado por siglos de historia, culto religioso y restauraciones documentadas; por otro, el valor incipiente, aún frágil, de la cueva de Altamira, percibida como un bien cultural emergente, aún no fijado por el canon científico, pero ya investido de una cierta “autoridad simbólica” derivada de su antigüedad y su misterio. La coexistencia de ambos monumentos en el mismo relato permite observar un cambio de sensibilidad que atraviesa el siglo XIX, en el que el pasado remoto comienza a rivalizar con el pasado histórico en términos de interés, admiración y legitimidad cultural.
Finalmente, cabe destacar el papel del guía local, que abre la verja y acompaña a los visitantes. Esta figura anticipa una forma rudimentaria pero esencial de mediación cultural, en la que el conocimiento empírico del entorno y la relación directa con la comunidad local son claves para acceder a los espacios patrimoniales. El guía actúa como intermediario entre la cueva y el visitante, entre el patrimonio natural y el discurso ilustrado, entre el pasado subterráneo y su reconocimiento en la esfera pública.
En definitiva, esta fase inicial de visitas, protección y descripción de Altamira constituye un momento fundacional para entender la historia del patrimonio subterráneo en España. A través de gestos aparentemente modestos, como la presencia de la verja y las primeras expediciones, se va configurando un nuevo régimen de sensibilidad patrimonial que prefigura muchos de los debates contemporáneos sobre conservación, acceso y apropiación cultural de los bienes arqueológicos.
Por su parte, en 1894, la escritora Emilia Pardo Bazán visitó la cueva de Altamira aprovechando su estancia en el balneario de Ontaneda41. Gracias a las descripciones de dicha visita efectuadas por la propia autora, podemos presuponer cómo la cueva debía resultar un caso interesante y curioso para la realización de visitas por parte de los veraneantes42 . Entre las descripciones periodísticas que Emilia Pardo Bazán realiza de su excursión a la cueva, como la recogida en el periódico madrileño La Época43, es relevante destacar su observación sobre los desprendimientos en la bóveda, sugiriendo además por sus palabras la realización de intervenciones, posiblemente en el suelo, para mejorar la accesibilidad, dado que las personas con las que visita la cueva llevan palas y menciona que la bóveda se eleva por diez metros de altura.
Además, Pardo Bazán menciona la presencia de guías durante la visita, debido al peligro que entrañaba explorar la cueva sin acompañamiento, así como la existencia de elementos que facilitaban la visita, como las luces disponibles gracias a la presencia de acompañantes reclutados entre la población local. La escritora destaca su asombro ante la experiencia y menciona la presencia, con anterioridad, de otras personalidades, como las hermanas de Alfonso XII, que también visitaron la cueva:
“Y olvidando la cuestión de la autenticidad de las pinturas, pienso en la azarosa vida de nuestros progenitores de la Edad de Piedra, obligados a albergarse en estas lobregueces, revueltos con los despojos de su grosera manutención y despertados de su sueño intranquilo por el ronco resuello de la fiera agonizante. En mi alma se eleva un himno a nuestra civilización, que nos sacó de las cuevas sombrías y nos dio luz, serenidad y reposo. Cuando en apacible gabinete leemos el último libro del pensador o del poeta, no nos acordamos de aquel desventurado abuelo, que luchaba con los osos sin más armas que el hacha de pedernal. Volviendo a las pinturas, declaro que las encuentro demasiado bien hechas para la fecha que se les atribuye [...].
“Del peligro que envuelven los desprendimientos de la bóveda habla Rodrigo Amador de los Ríos, y nuestro amable huésped el marqués de Robledo, al poner á nuestra disposición una brigada de aldeanos provistos de linternas, palas y azadones, nos encomendó la prudencia. Los aldeanos a su vez, sin temor á las piedras ni á los abismos, no las llevaban todas consigo respecto á la contingencia de que en las cuevas se apareciese alguna ojáncana, ó bruia de un solo ojo en la frente, cuya mirada es mortal [...]”.
No cavilemos más, y vamos a visitar las otras estancias. Aseguran los guías que para semejante atrevimiento, ‘se requieren pantalones’; pero yo sé que damas tan pulcras como las hermanas de Alfonso XII han realizado la aventura, y no la creo superior a mis fuerzas ni a las de Blanca, siquiera se hayan borrado con el tiempo las entalladuras abiertas en el precipicio para facilitar el camino que habían de recorrer sus Altezas. Ánimo pues; agacharse y enjaretarse como se pueda, de lado o de rodillas, por un pasadizo salpicado de fragmentos de roca que nos conduce a una estancia de mediana altura, de suelo blanco, resbaladizo y húmedo. Allá a lo lejos, entre medrosas sombras, ábrese algo que parece abismo, y no es sino la catedral, con su bóveda de diez metros de elevación y su lindo púlpito de estalactitas y estalagmita”44.
La visita de Emilia Pardo Bazán a la cueva de Altamira en 1894 constituye un valioso testimonio en la historia temprana del turismo cultural vinculado al patrimonio subterráneo. Lejos de tratarse de una anécdota aislada, su experiencia, recogida en el periódico La Época, ofrece valiosos indicios sobre las condiciones materiales de la visita, la percepción social del lugar y la configuración incipiente de una práctica que, aunque aún no institucionalizada, empezaba a inscribirse en los imaginarios ilustrados y aristocráticos de la época.
En primer lugar, el hecho de que la escritora aprovechara su estancia en el balneario de Ontaneda para desplazarse hasta Santillana pone de relieve el papel del turismo termal como motor de movilidad estacional y cultural. La conexión entre ambos espacios revela la existencia de circuitos veraniegos de élite, que articulaban salud, ocio y cultura en un mismo marco experiencial. Esta articulación refuerza la idea de que Altamira ya ocupaba un lugar simbólico en el mapa de lo “curioso” y lo “digno de ver”.
Las descripciones de Pardo Bazán son especialmente reveladoras por su precisión material y por el tono narrativo, entre lo literario y lo etnográfico. La autora menciona, por ejemplo, los desprendimientos de la bóveda y la altura de diez metros, así como la existencia de elementos que facilitarían la accesibilidad, como las palas, azadones o luces portadas por aldeanos. Estos datos sugieren la realización de acondicionamientos rudimentarios para la visita, lo cual indica ya una organización emergente como recurso visitable.
Particularmente significativa es la dimensión social y de género del relato. Pardo Bazán alude al hecho de que las visitas requerían “pantalones”, algo impropio para las damas de la época, pero lo relativiza aludiendo a precedentes aristocráticos que legitiman su propia osadía. Esta observación permite visibilizar una temprana presencia femenina en la exploración cultural del patrimonio subterráneo, y al mismo tiempo cuestiona los códigos de conducta impuestos al cuerpo femenino en los espacios de aventura y descubrimiento. Su actitud representa una forma de apropiación simbólica del espacio cavernario por parte de una mujer ilustrada y con voz pública.
Por último, la estética de lo subterráneo se manifiesta en su manera de describir la catedral de estalactitas y estalagmitas, las sombras, la humedad y la sensación de abismo, reforzando una dimensión sensorial que se convertirá, décadas después, en argumento clave para la valorización turística del patrimonio rupestre.
En suma, el testimonio de Emilia Pardo Bazán no solo enriquece la historia de las visitas a Altamira antes de su institucionalización científica, sino que permite iluminar aspectos fundamentales del incipiente turismo de cuevas: la participación de las élites ilustradas, el papel de la prensa, los vínculos con el turismo termal, las condiciones materiales de acceso, la presencia de mediadores locales, y las dimensiones simbólicas y de género que atraviesan la experiencia patrimonial en el tránsito del siglo XIX al XX.
Por lo tanto, a partir de estas y otras referencias, es posible afirmar que el turismo de cuevas surge o tiene sus precedentes en Cantabria entre finales del siglo XIX y principios del XX, asociado a diversos procesos históricos y culturales propios de esa época. Desde el descubrimiento de la cueva de Altamira hasta la declaración de autenticidad de las pinturas en 1902, hemos observado tanto las primeras labores orientadas a la investigación como el interés que despertó entre curiosos, intelectuales y eruditos, que manifestaron y propagaron, durante este último tercio del siglo XX, su deseo de visitar la cueva. Sin embargo, no cabe duda de que el interés por este tipo de prácticas de visita se intensifica de manera evidente a partir de 1902, año en que las pinturas de Altamira se consideraron oficialmente auténticas.
5. A modo de conclusión
El análisis realizado en este artículo demuestra que el interés por las cuevas prehistóricas en Cantabria, y en particular por Altamira, no puede entenderse únicamente desde la óptica del reconocimiento científico formal alcanzado en 1902. Si bien la validación por parte de Émile Cartailhac supuso un punto de inflexión decisivo en la consolidación del arte rupestre como patrimonio universal, las fuentes literarias, los testimonios de viajeros y los documentos históricos evidencian la existencia de prácticas de visita anteriores, inscritas en los marcos sociales, culturales y turísticos propios del siglo XIX. En este contexto, las primeras incursiones a cavidades como Altamira deben situarse dentro del ocio ilustrado y el turismo burgués, en el que las cuevas eran concebidas no solo como enclaves naturales, sino como espacios de exploración estética, contemplación y distinción social, cuya valoración simbólica antecedió a su legitimación científica.
La articulación de itinerarios turísticos en torno a balnearios, villas veraniegas y enclaves naturales permitió que determinadas cavidades comenzaran a integrarse en recorridos culturales antes incluso de que su valor arqueológico fuera reconocido. Este fenómeno fue posible gracias a la movilidad estacional de las élites, a la consolidación de una sensibilidad paisajística y naturalista, y a la existencia de intermediarios que facilitaron el acceso a estos lugares.
Casos como el de la cueva de Santián, conocida como “Los Señores”, o las referencias literarias de Benito Pérez Galdós, ponen de manifiesto cómo las cuevas fueron espacios de sociabilidad restringida, donde el acceso y la experiencia estaban mediados por códigos de clase, género y capital cultural. La cueva no era solo un objeto de curiosidad científica, sino un escenario de la experiencia estética y del ocio selecto.
En conjunto, estos hallazgos contribuyen a ampliar la comprensión del proceso de patrimonialización del arte rupestre, incorporando dimensiones sociales, culturales y territoriales que complejizan la visión tradicional centrada únicamente en los hitos científicos. Asimismo, permiten situar el caso de Cantabria en un contexto europeo más amplio, donde el turismo termal, la cultura del paisaje y la exploración de lo subterráneo forman parte de una misma lógica de construcción del imaginario moderno.
En este sentido, el turismo termal desempeñó un papel fundamental como agente movilizador del ocio estacional de las élites, favoreciendo la exploración de espacios subterráneos aún no reconocidos oficialmente. Las cuevas fueron incorporadas como actividades complementarias de ocio termal dentro de una oferta más amplia de ocio y salud. La articulación de estos primeros circuitos turísticos ayudó a conformar una mirada moderna sobre la cueva, no solo como objeto científico, sino también como experiencia estética, emocional y cultural.
El caso de Altamira resulta paradigmático. A través de testimonios como los de Emilia Pardo Bazán o Eugenio Lemus y Olmos, se constata una percepción precoz de su excepcionalidad, así como una preocupación temprana por su conservación. Estos textos revelan cómo la literatura, la prensa y la opinión ilustrada contribuyeron a construir un imaginario simbólico en torno a la cueva, anticipando muchos de los discursos y dispositivos que más tarde formarían parte de la legitimación patrimonial.
Asimismo, este trabajo ha puesto de relieve la dimensión social y simbólica de las visitas, especialmente en lo relativo al papel de las mujeres ilustradas y a las primeras estrategias de organización turística que acompañaban a estas prácticas, como el uso de guías locales o el acondicionamiento rudimentario de las cavidades. Todo ello demuestra que el turismo de cuevas en Cantabria, lejos de ser un fenómeno reciente o exclusivo del siglo XX, tiene raíces profundas en la cultura del ocio decimonónico y en las redes intelectuales que circularon por la región.
En definitiva, la historia del turismo de cuevas en Cantabria, con Altamira como caso emblemático, no puede separarse de los procesos de institucionalización cultural, apropiación simbólica y consumo cultural que caracterizaron el tránsito del siglo XIX al XX. Repensar este origen permite no solo enriquecer la narrativa patrimonial dominante, sino también reconocer el papel de otros actores como viajeros, escritores, bañistas, guías locales, en la construcción social del patrimonio subterráneo.
Recordemos, además, que la cueva de Altamira no fue la única cavidad visitada antes del reconocimiento oficial y científico del arte rupestre. A mediados del siglo XIX, ya se documentaban visitas a cavidades cercanas al balneario de Puente Viesgo, específicamente en Monte Castillo, lugar donde se encuentra la actualmente conocida cueva de El Castillo. En definitiva, el estudio de estas prácticas permite complejizar la genealogía del turismo patrimonial en cuevas y nos invita a repensar los orígenes de su institucionalización, no tanto como resultado exclusivo del reconocimiento académico, sino como producto de una red de prácticas, sensibilidades y agentes que, desde los márgenes del saber oficial, contribuyeron a dotar de sentido cultural y valor social a estos espacios.
Bibliografía
ALCALDE DEL RÍO, Hermilio, Las pinturas y grabados de las cavernas prehistóricas de la Provincia de Santander. Altamira, Covalanas, Hornos de la Peña y El Castillo, Santander, Blanchard y Arce, 1906.
ALCALDE DEL RÍO, Hermilio; BREUIL, Henri y SIERRA, Lorenzo, Les cavernes de la région cantabrique (Espagne), Monaco, A. Chéne, 1911.
ARAMBURU-ZABALA HIGUERA, Miguel Ángel, “La imagen de Antonio López, primer marqués de Comillas”, Santander. Estudios de Patrimonio, 1 (2018), pp. 13–68, https://doi.org/10.22429/Euc2018.sep.01.01
AYARZAGÜENA SANZ, Mariano, “Altamira en el Congreso Internacional de Antropología y Arqueología Prehistóricas de Lisboa de 1880”, Zona Arqueológica, 7/1 (2006), pp. 41-46.
AZCUÉNAGA VIERNA Juan, “Ferias y Exposiciones de ganado en Cantabria en la primera mitad del siglo XIX (Primera Parte)”, Anales del Instituto de Estudios Agropecuarios, XIX (2009-2010), pp. 15-176.
BIOT, Vincent, Etude géographique d’une forme ancienne de durabilité: l’exemple du tourisme souterrain en France, Université Savoie Mont Blanc, 2003, tesis doctoral dirigida por Claude Meyzenq y codirector Christophe Gauchon.
BOYER, Marc, “El turismo en Europa, de la Edad Moderna al siglo XX”, Historia Contemporánea, 25 (2002), pp. 13-31.
CAGIGAL Y RUIZ, José María y ESCALANTE GONZÁLEZ, José, Aguas termales clorurado-sódicas, bicarbonatadas, alcalinas, nitrogenadas de Hoznayo (Fuentes del francés), Santander, Tip. de El Cantábrico, 1900;
CAPITAN, Louis y BREUIL Henri, “Les figures peintes à l’époque paléolithique sur les parois de la grotte de Font-de-Gaume (Dordogne)”. Comptes rendus des séances de l’Académie des Inscriptions et Belles-Lettres, 47/2 (1903), pp. 117-129, https://doi.org/10.3406/crai.1903.19308
CARTAILHAC, Émile, “La grotte d’Altamira, Espagne. Mea culpa d’un scéptique”, L’Anthropologie, 13 (1902), pp. 348-354.
ESPEJO HERRERÍAS, María del Mar y CANTALEJO DUARTE, Pedro, “Cueva de Ardales: yacimiento recuperado”, Revista de arqueología, 84 (1988), pp. 14-24.
GIL DE ARRIBA, Carmen, “La práctica social de los baños de mar. Establecimientos balnearios y actividades de ocio en Cantabria (1868-1936)”, Documents d’Anàlisi Geogràfica, 25 (1994), pp. 79-97.
GIL DE ARRIBA, Carmen, “Las génesis de las actividades de ocio en Cantabria: estudio del caso de Comillas”, Treballs de geografía, 43 (1990), pp. 111-118.
GIL DE ARRIBA, Carmen, “Los espacios litorales españoles en la estructuración de las geografías turísticas del primer tercio del siglo XX”, ”, en VALLEJO POUSADA, Rafael y LARRINAGA RODRÍGUEZ, Carmen (dirs.), Los orígenes del turismo moderno en España: el nacimiento de un país turístico: 1900-1939, Madrid, Silex, 2019, pp. 171-211.
GIL DE ARRIBA, Carmen y LARRINAGA Carlos, “Configuring the northern coast of Spain as a privileged tourist enclave: the cities of San Sebastián and Santander, 1902–1931”, Journal of Tourism History, 15/2 (2023), pp. 201–223, https://doi.org/10.1080/1755182X.2023.2228285
GONZÁLEZ MORALES, Juan Carlos, “Los orígenes de la industria española de los forasteros”, Cuadernos de Historia Contemporánea, 37 (2015), pp. 145-175, https://doi.org/10.5209/rev_CHCO.2015.v37.50990
GUTIÉRREZ DÍAZ, Francisco, Paul Ratier, un artista con leyenda, Santander, Centro de Estudios Montañeses, 2013.
HARLÉ, Édouard, “La grotte d’Altamira”, Matériaux pour l’Histoire Primitive de l’Homme, 17 (1881), pp. 275-284.
HERAS, Carmen de las; FATÁS, Pilar y LASHERAS, José Antonio, “La cueva de Altamira y sus The grand tour museos”, Boletín del Museo Arqueológico Nacional, 35 (2017), pp. 825-840.
HIBBERT, Christopher, The grand tour, London, Weidenfeld & Nicolson, 1969.
LADURÉE, Jean-René; PIGEAUD, Romain; BETTON, Jean-Pierre y BERROUET, Florian, “Du Paléolithique au paléographique: étude des graffiti modernes dans la grotte Margot (Thorigné-en-Charnie, Mayenne)”, Bulletin de la Société préhistorique française, 110/4 (2013), pp. 605-621, https://doi.org/10.3406/bspf.2013.14316
LAMIABLE, Jean-Noël, “La grotte de Niaux au cours des Temps modernes. Etude préliminaire des grafifitis de la grotte de Niaux et de leurs auteurs”, Préhistoire, art et sociétés: bulletin de la Société Préhistorique de l’Ariège, 61 (2006), pp. 11-33.
MADARIAGA DE LA CAMPA, Benito, Marcelino Sanz de Sautuola y la Cueva de Altamira, Santander, Librería Estvdio, 2004.
MADARIAGA DE LA CAMPA, Benito, Marcelino Sanz de Sautuola. Escritos y Documentos, Santander, Institución Cultural de Cantabria de la Diputación Provincial, 1976.
MEDEROS MARTÍN, Alfredo, “Análisis de una decadencia. La Arqueología Española del Siglo XIX. II. la crisis de la restauración (1868-1885)”, Cuadernos de Prehistoria y Arqueología de la Universidad Autónoma de Madrid, 39 (2014), pp. 201-243, https://doi.org/10.15366/cupauam2013.39.009
MORA RODRÍGUEZ, Gloria, “Como en las cavernas. Primitivismo y progreso en los cuentos de épocas pasadas de Emilia Pardo Bazán”, Veleia, 36 (2019), pp. 57-71, https://doi.org/10.1387/veleia.20830
MORO ABADÍA, Óscar y GONZÁLEZ MORALES, Manuel R. “1864-1902: el reconocimiento del arte paleolítico”, Zephyrus, 57 (2004), pp. 119-135.
MOURE ROMANILLO, Alfonso, “Documentación del Arte rupestre cantábrico: La Cueva de Santián (Piélagos, Cantabria)”, Zephyrus, 44-45 (1992), pp. 8-15.
MUÑOZ DE JULIÁN, Daniel, El Grand Tour: guía para viajeros ilustrados, Madrid, Akal, 2017.
PALACIO PÉREZ, Eduardo, Construcción y transformación del concepto de arte paleolítico: las bases teóricas de una idea, Santander, Universidad de Cantabria, 2016, tesis doctoral dirigida por Óscar Moro Abadía y César González Sainz.
PÉREZ GALDÓS, Benito, Cuarenta leguas por Cantabria, Santander, Ayuntamiento de Santander – ONCE, 1989, ed. de Benito Madariaga de la Campa.
RIPOLL PERELLÓ, Eduardo, “Historiografía del arte prehistórico de la Península Ibérica: I, hasta 1914”, Espacio, Tiempo y Forma, Serie I, Prehistoria y Arqueología, 10 (1998), pp. 89-127.
ROZO BELLÓN, Edna Esperanza, “Paradigmas del turismo: desde el Grand Tour hasta el turismo posmoderno o contemporáneo”, Turismo y Sociedad, XXXIV (2024), pp. 281-308, https://doi.org/10.18601/01207555.n34.11
RUIZ RUIZ, Carmen, El complejo termal de las Fuentes del Francés y las Aguas de Hoznayo, Librucos, 2025.
SAN PEDRO MARTÍNEZ, Azucena, “El turismo balneario de interior en Cantabria: El caso de Puente Viesgo (1796-1936)”, Estudios Turísticos, 121 (1994), pp. 27- 66.
SAN PEDRO MARTÍNEZ, Azucena, El balneario de Puente Viesgo (1796-1936): el turismo balneario de interior en Cantabria: génesis, esplendor y decadencia de un espacio de ocio, Santander, Universidad de Cantabria y Fundación Marcelino Botín, 1993.
SÁNCHEZ-BROCH, Paloma, “Trabajos de restauración y conservación del patrimonio en Santillana del Mar durante el primer tercio del siglo XX”, en VILLEGAS CABREDO, Luis (coord.), Rehabend 2016. Euro-American Congress. Construction pathology, rehabilitation technology and heritage management: (6th Rehabend Congress), Instituto Tecnológico de la Construcción, Universidad de Cantabria y Universidad de Burgos, 2016, pp. 2380-2386.
SANZ DE SAUTUOLA, Marcelino, Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander. Santander, Imp. y lit. de Telesforo Martínez, 1880.
SAZATORNIL RUIZ, Luis, Arquitectura y Desarrollo Urbano de Cantabria en el siglo XIX, Santander, Universidad de Cantabria, 1996.
TOWNER, John, “The grand tour: A key phase in the history of tourism”, Annals of Tourism Research, 12/2 (1985), pp. 297–333, https://doi.org/10.1016/0160-7383(85)90002-7
VILAR RODRÍGUEZ, Margarita y LINDOSO TATO, Elvira, “De la belle époque a la nueva era del turismo termal: los balnearios en España desde una perspectiva histórica (1874-2016)”, Ayer. Revista De Historia Contemporánea, 114/2 (2019), pp. 23–64, https://doi.org/10.55509/ayer/114-2019-02
VILAR RODRÍGUEZ, Margarita. y LINDOSO TATO, Elvira, “El turismo de salud: balnearios y empresas balnearias”, en VALLEJO POUSADA, Rafael y LARRINAGA RODRÍGUEZ, Carmen (dirs.), Los orígenes del turismo moderno en España: el nacimiento de un país turístico: 1900-1939, Madrid, Silex, 2019, pp. 763-798.
WALTON, John. K. y SMITH, Jenny, “The First Century of Beach Tourism in Spain: San Sebastián and the Playas del Norte from the 1830s to the 1930s”, en TOWNER, J.; BARKE, M., y NEWTON, M. J., (eds.), Tourism in Spain. Critical Issues, Wallingford, CAB Publications, 1996, pp. 35-61.
1 CARTAILHAC, Émile, “La grotte d’Altamira, Espagne. Mea culpa d’un scéptique”, L’Anthropologie, 13 (1902), p. 350.
2 PALACIO PÉREZ, Eduardo, Construcción y transformación del concepto de arte paleolítico: las bases teóricas de una idea, Santander, Universidad de Cantabria, 2016, tesis doctoral dirigida por Óscar Moro Abadía y César González Sainz, p. 42.
3 Ello se ve reflejado en la presentación pública de Altamira en el Congreso Internacional de Arqueología y Antropología Prehistóricas celebrado en Lisboa en 1880. Véase, AYARZAGÜENA SANZ, Mariano, “Altamira en el Congreso Internacional de Antropología y Arqueología Prehistóricas de Lisboa de 1880”, Zona Arqueológica, 7/1 (2006), p. 43.
4 CAPITAN, Louis y BREUIL Henri, “Les figures peintes à l’époque paléolithique sur les parois de la grotte de Font-de-Gaume (Dordogne)”, Comptes rendus des séances de l’Académie des Inscriptions et Belles-Lettres, 47/2 (1903), p. 118.
5 A partir de estos primeros descubrimientos comienza el interés por conocer y estudiar otras cuevas con arte prehistórico. Véase MORO ABADÍA, Óscar y GONZÁLEZ MORALES, Manuel R, “1864-1902: el reconocimiento del arte paleolítico”, Zephyrus, 57 (2004), p. 122.
6 Hermilio Alcalde del Río, director de la Escuela de Artes y Oficios de Torrelavega, consideraba que podría existir más cuevas en Cantabria que presentaran pinturas similares a las de Altamira. En 1903, él mismo junto con Lorenzo Sierra descubren las cuevas de Covalanas y El Castillo, entre otras cavidades de la región. Véase ALCALDE DEL RÍO, Hermilio, Las pinturas y grabados de las cavernas prehistóricas de la Provincia de Santander. Altamira, Covalanas, Hornos de la Peña y El Castillo, Santander, Blanchard y Arce, 1906, pp. 8-9.
7 SANZ DE SAUTUOLA, Marcelino, Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander, Santander, Imp. y lit. de Telesforo Martínez, 1880, p. 11.
8 Con trabajos como GIL DE ARRIBA, Carmen, “La práctica social de los baños de mar. Establecimientos balnearios y actividades de ocio en Cantabria (1868-1936)”, Documents d’Anàlisi Geogràfica. 25 (1994), p. 81; SAZATORNIL RUIZ, Luis, Arquitectura y Desarrollo Urbano de Cantabria en el siglo XIX, Santander, Universidad de Cantabria, 1996, pp. 107-117; GONZÁLEZ MORALES, Juan Carlos, “Los orígenes de la industria española de los forasteros”, Cuadernos de Historia Contemporánea, 37, (2015), p. 149; ARAMBURU-ZABALA HIGUERA, Miguel Ángel, “La imagen de Antonio López, primer marqués de Comillas”, Santander. Estudios de Patrimonio, 1 (2018), p. 35.
9 GIL DE ARRIBA, Carmen, “Los espacios litorales españoles en la estructuración de las geografías turísticas del primer tercio del siglo XX”, en VALLEJO POUSADA, Rafael y LARRINAGA RODRÍGUEZ, Carmen (dirs.), Los orígenes del turismo moderno en España: el nacimiento de un país turístico: 1900-1939, Madrid, Silex, 2019, p. 172; VILAR RODRÍGUEZ, Margarita. y LINDOSO TATO, Elvira, “El turismo de salud: balnearios y empresas balnearias”, en VALLEJO POUSADA, Rafael y LARRINAGA RODRÍGUEZ, Carmen (dirs.), Los orígenes del turismo..., p. 764.
10 GIL DE ARRIBA, Carmen y LARRINAGA Carlos, “Configuring the northern coast of Spain as a privileged tourist enclave: the cities of San Sebastián and Santander, 1902–1931”, Journal of Tourism History, 15/2 (2023), p. 204.
11 WALTON, John. K. y SMITH, Jenny, “The First Century of Beach Tourism in Spain: San Sebastián and the Playas del Norte from the 1830s to the 1930s”, en TOWNER, J.; BARKE, M., y NEWTON, M. J., (eds.), Tourism in Spain. Critical Issues, Wallingford, CAB Publications, 1996, pp. 35-61.
12 ROZO BELLÓN, Edna Esperanza, “Paradigmas del turismo: desde el Grand Tour hasta el turismo posmoderno o contemporáneo”, Turismo y Sociedad, XXXIV (2024), p. 286.
13 BOYER, Marc, “El turismo en Europa, de la Edad Moderna al siglo XX”, Historia Contemporánea, 25 (2002), p. 25.
14 GONZÁLEZ MORALES Juan Carlos, “Los orígenes de la industria española de los forasteros”, Cuadernos de Historia Contemporánea, 37, (2015), p. 149; VILAR RODRÍGUEZ, Margarita y LINDOSO TATO, Elvira, “De la belle époque a la nueva era del turismo termal: los balnearios en España desde una perspectiva histórica (1874-2016)”, Ayer. Revista De Historia Contemporánea, 114/2 (2019), p. 31.
15 A este respecto, véase, entre otros trabajos GIL DE ARRIBA, Carmen, “Las génesis de las actividades de ocio en Cantabria: estudio del caso de Comillas”, Treballs de geografía, 43 (1990), p. 113; SÁNCHEZ-BROCH, Paloma, “Trabajos de restauración y conservación del patrimonio en Santillana del Mar durante el primer tercio del Siglo XX”, en VILLEGAS CABREDO, Luis (coord.), Rehabend 2016. Euro-American Congress. Construction pathology, rehabilitation technology and heritage management: (6th Rehabend Congress), Instituto Tecnológico de la Construcción, Universidad de Cantabria y Universidad de Burgos, 2016, p. 2380.
16 RIPOLL PERELLÓ, Eduardo, “Historiografía del arte prehistórico de la Península Ibérica: I, hasta 1914”, Espacio, Tiempo y Forma, Serie I, Prehistoria y Arqueología, 10 (1998), p. 93; BIOT, Vincent, Etude géographique d’une forme ancienne de durabilité: l’exemple du tourisme souterrain en France, Université Savoie Mont Blanc, 2003, tesis doctoral dirigida por Claude Meyzenq y codirector Christophe Gauchon, pp. 38-49.
17 Con precedentes en época renacentista, fue sobre todo durante el siglo XVIII, es decir coincidiendo con el pensamiento ilustrado, cuando los viajes se convirtieron en una de las principales fuentes de conocimiento para los intelectuales y aristócratas de la época. En particular, el Grand Tour fue un fenómeno frecuente en Europa, y consistía en un viaje educativo que permitía a la aristocracia ampliar su cultura y conocimientos. A este respecto, veáse, entre otros HIBBERT, Christopher, The grand tour, London, Weidenfeld & Nicolson, 1969, pp. 10-26; TOWNER, John, “The grand tour: A key phase in the history of tourism”, Annals of Tourism Research, 12/2 (1985), p. 300; MUÑOZ DE JULIÁN, Daniel, El Grand Tour: guía para viajeros ilustrados, Madrid, Akal, 2017, pp. 5-15.
18 François de Belleforest (1530-1583) fue un escritor y erudito francés de la época del Renacimiento. Publicó la obra Cosmographie universelle de tout le monde en el año 1575. Esta obra comprende cartografía y láminas sobre diferentes ciudades y territorios de Francia.
19 LADURÉE, Jean-René; PIGEAUD, Romain; BETTON, Jean-Pierre y BERROUET, Florian, “Du Paléolithique au paléographique: étude des graffiti modernes dans la grotte Margot (Thorigné-en-Charnie, Mayenne)”, Bulletin de la Société préhistorique française, 110/4 (2013), p. 607.
20 LAMIABLE, Jean-Noël, “La grotte de Niaux au cours des Temps modernes. Etude préliminaire des grafifitis de la grotte de Niaux et de leurs auteurs”, Préhistoire, art et sociétés: bulletin de la Société Préhistorique de l’Ariège, 61 (2006), p. 15.
21 ESPEJO HERRERÍAS, María del Mar y CANTALEJO DUARTE, Pedro, “Cueva de Ardales: yacimiento recuperado”, Revista de arqueología, 84 (1988), p. 16.
22 Desde 1796, se conoce cierta actividad termal en Puente Viesgo, aunque en aquel entonces las infraestructuras de alojamiento eran limitadas. Sin embargo, en un segundo periodo, que abarca desde 1867 hasta 1920, el complejo termal de Puente Viesgo experimenta una transformación, convirtiéndose paulatinamente en un centro de ocio relevante, al tiempo que se transforma en un motor económico para la localidad. SAN PEDRO MARTÍNEZ, Azucena, El balneario de Puente Viesgo (1796-1936): el turismo balneario de interior en Cantabria: génesis, esplendor y decadencia de un espacio de ocio, Santander, Universidad de Cantabria y Fundación Marcelino Botín, 1993, pp. 112-113.
23 Según datos de la memoria acerca de las aguas mineromedicinales de Puente Viesgo publicada 1910: “el agua baja por una cascada artificial formada con estalactitas, en las que se divide y subdivide, con lo que se facilita el desprendimiento de los gases y de las emanaciones radiactivas”. El propio balneario de Puente Viesgo contaba con fragmentos de estalactitas originales de cuevas cercanas e incorporados al balneario como decoración en las instalaciones. Véase SAN PEDRO MARTÍNEZ, Azucena, “El turismo balneario de interior en Cantabria...”, p. 38.
24 Juan de Mata Herrero fue el director del Balneario de Puente Viesgo durante los periodos 1848 a 1850 y 1853 a 1864. Las memorias de actividades del balneario, entre los años 1848 y 1866, se encuentran digitalizadas en los Fondos de la Biblioteca de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid en las “Memorias de balnearios españoles”, https://biblioteca.ucm.es/med/patrimonio-digital-medicina
25 Tomado de la memoria sobre las aguas salino-termales de Puente-Viesgo en la provincia de Santander escrita por D. Juan de Mata Herrero, director del balneario, en 1848. “Memorias de balnearios españoles”, https://biblioteca.ucm.es/med/patrimonio-digital-medicina
26 CAGIGAL Y RUIZ, José María y ESCALANTE GONZÁLEZ, José, Aguas termales clorurado-sódicas, bicarbonatadas, alcalinas, nitrogenadas de Hoznayo (Fuentes del francés), Santander, Tip. de El Cantábrico, 1900; RUIZ RUIZ, Carmen, El complejo termal de las Fuentes del Francés y las Aguas de Hoznayo, Librucos, 2025, pp. 84-94.
27 Además, la Fuente del Francés fue frecuentada por el estudioso local Eduardo de la Pedraja, ya que Sanz de Sautuola le sitúa realizando investigaciones en este yacimiento antes de 1880. Véase MADARIAGA DE LA CAMPA, Benito, Marcelino Sanz de Sautuola y la Cueva de Altamira, Santander, Librería Estvdio, 2004, pp.68-90.
28 PÉREZ GALDÓS, Benito, Cuarenta leguas por Cantabria, Santander, Ayuntamiento de Santander – ONCE, 1989, p. 36, ed. de Benito Madariaga de la Campa (publicado originalmente en, Revista de España, Madrid, LIII/210 (1876), pp. 198-211 y LIII/212 (1876), pp. 495-508; reeditado en Revista Cántabro-Asturiana: (continuación de La Tertulia), I (1 de enero de 1877), pp. 298-306, 347-350, 375-378 y 429-433.
29 Los valores arqueológicos y artísticos de la cueva de La Meaza fueron descubiertos por Hermilio Alcalde del Río en 1907. Para más información, véase: ALCALDE DEL RÍO, Hermilio; BREUIL, Henri y SIERRA, Lorenzo, Les cavernes de la région cantabrique (Espagne), Monaco, A. Chéne, 1911.
30 La expresión “tampoco hay hidroterapia sin estalactitas” resulta de gran valor para comprender la conexión existente en estos años de finales del siglo XIX entre la actividad termal y las visitas a las cuevas cercanas a los balnearios, aunque sin descartar desplazamientos hacia cavidades más distantes, como veremos en otros ejemplos, pudiéndose interpretar como actividades complementarias de practicar el veraneo en la región.
31 MOURE ROMANILLO, Alfonso, “Documentación del Arte rupestre cantábrico: La Cueva de Santián (Piélagos, Cantabria)”, Zephyrus, 44-45 (1992), p. 8.
32 Entre ellos podemos incluir al francés E. Harlé, interesado por la prehistoria y autor de un trabajo temprano sobre Altamira 1881. Veáse HARLÉ, Édouard, “La grotte d’Altamira”, Matériaux pour l’Histoire Primitive de l’Homme, 17 (1881), pp. 275-284.
33 MADARIAGA DE LA CAMPA, Benito, Marcelino Sanz de Sautuola. Escritos y Documentos, Santander, Institución Cultural de Cantabria de la Diputación Provincial, 1976.
34 GUTIÉRREZ DÍAZ, Francisco, Paul Ratier, un artista con leyenda, Santander, Centro de Estudios Montañeses, 2013, pp. 11-17.
35 MEDEROS MARTÍN, Alfredo, “Análisis de una decadencia. La Arqueología Española del Siglo XIX. II. la crisis de la restauración (1868-1885)”, Cuadernos de Prehistoria y Arqueología de la Universidad Autónoma de Madrid, 39 (2014), pp. 152.
36 La Época, 10 486 (14 de septiembre de 1881).
37 El Diario español, 9357 (15 de septiembre de 1881).
38 HERAS, Carmen de las; FATÁS, Pilar y LASHERAS, José Antonio, “La cueva de Altamira y sus museos”, Boletín del Museo Arqueológico Nacional, 35 (2017), p. 826.
39 Eugenio Lemus y Olmos (1843-1911), oriundo de Torrelavega, se formó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Visitó la cueva de Altamira con el fin de estudiar y verificar la autenticidad de sus pinturas. Participó en las sesiones del 3 de noviembre y 1 de diciembre de 1886 de la Sociedad de Historia Natural.
40 La gruta de Altamira, extracto de las Actas de las Sesiones de la Sociedad Española de Historia Natural del 3 de noviembre y 1 de diciembre de 1886, p. 6.
41 Estamos ante otro ejemplo de visitas a cuevas asociadas a la actividad termal. En este caso, el balneario de Ontaneda y la cueva de Altamira, en Santillana del Mar, se encuentran a unos 50 kilómetros de distancia la una del otro; sin embargo, esto no fue un obstáculo para la realización de la visita, así como tampoco lo fue el hecho de que las pinturas no se consideraran todavía oficialmente auténticas. Veáse AZCUÉNAGA VIERNA Juan, “Ferias y Exposiciones de ganado en Cantabria en la primera mitad del siglo XIX (Primera Parte)”, Anales del Instituto de Estudios Agropecuarios, XIX (2009-2010), p. 25.
42 Emilia Pardo Bazán publicó entre los años 1880 y 1921 cuentos y narraciones cortas en diversos periódicos y revistas ilustradas de gran difusión en España e Hispanoamérica. Algunos de estos textos tenían como temática principal la arqueología y la prehistoria. Además, en el año 1912, Pardo Bazán publicó la novela titulada En las cavernas. A este respecto véase MORA RODRÍGUEZ, Gloria, “Como en las cavernas. Primitivismo y progreso en los cuentos de épocas pasadas de Emilia Pardo Bazán”, Veleia 36 (2019), p. 61.
43 Veáse Programa de investigación para la conservación preventiva y régimen de acceso de la cueva de Altamira (2012-2014). Anexo II. Inventario de obras literarias relacionadas con Altamira, https://digital.csic.es/bitstream/10261/113175/4/Anexo_II_obras%20literarias.pdf
44 La Época, 15 985 (19 de noviembre de 1894).
Fig. 1. Graffiti de Ruben de la Vialle realizado en 1660 en la cueva de Niaux. Fotografía de E. Demoulin Sesta, 2006,
https://www.sites-touristiques-ariege.fr/es/niaux-la-historia-de-un-descubrimiento/
Fig. 2, izq. Gruta de la Fuente del Francés, junto al balneario de Hoznayo, en el siglo XIX. Julián Fresnedo de la Calzada, Hoznayo, 1895-1897. Centro Documental de la Imagen de Santander (CDIS), Ayuntamiento de Santander
Fig. 3, der. Gruta de la Fuente del Francés en la actualidad. Foto de Juan Vizcaíno, 2023
Fig. 4. Detalle de la escalera de piedra construida para facilitar el acceso a la cavidad de la Fuente del Francés. Foto de la autora, junio de 2023
Fig. 5. Techo de polícromos de la cueva de Altamira. Paul Ratier. 1880. Foto, Museo de Arte de Santander (MAS). Exposición Terra, 2020, http://www.museosantandermas.es/es/PDF/Terra/TERRA21-Ratier.pdf
Fig 6, izq. Grabado de la entrada de la cueva Altamira. Eugenio Lemus y Olmos. 1880. Imagen recogida en La gruta de Altamira, Actas de la Sociedad Española de Historia Natural, Madrid, 1886, https://bvpb.mcu.es/es/consulta/registro.do?control=BVPB20210009105
Fig 7, der. Fotografía de la entrada de Altamira a inicios del siglo XX. Archivo Wunderlich, Fototeca del Instituto del Patrimonio Cultural de España. Fotografía tomada entre 1915 y 1936. Signatura: WUN-14012